La increíble playa verde de Vilagarcía

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

VILAGARCÍA DE AROUSA

Martina Miser

La ciudad siente nostalgia de su antigua Compostela y clama por un arenal que no pinche

05 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Si Vilagarcía tuviera una playa como dios manda, sería un gran destino turístico, en verano llegaría a los 100.000 habitantes y se habría convertido no ya en la perla de Arousa, sino en la perla de España. ¿Pero cómo es una playa como dios manda? Pues un arenal amplio tanto con marea alta como con marea baja, con un suave oleaje, pero oleaje, no olitas, unas vistas desde la sombrilla que la conviertan en evocadora, chiringuitos, bares y restaurantes cerca de la orilla y arena fina, suave, acogedora… Pero, ¡ay!, de todas esas características de las playas como dios manda, solo tenemos la amplitud, los bares a un paso de la orilla y la belleza de un entorno que permite tumbarse en la arena y admirar la ría.

Cuando en 1981 saqué unas oposiciones y tuve que elegir destino, me senté ante la relación de institutos y ciudades de España vacantes y actué como si estuviera en una agencia de viajes. Delante de mí se abría un abanico de posibilidades turístico-profesionales formidable: plazas de montaña en Potes y en Jaca y plazas marítimas en Vilagarcía de Arousa, Foz, Viveiro, la Manga del Menor, Tarifa o Tenerife. Cogí un libro de mi padre titulado Maravillas de España, editado por el Círculo de Lectores, y fui buscando fotos y descripciones de cada uno de esos lugares. Al llegar a las páginas dedicadas a Vilagarcía, que era considerada una «maravilla de España», una foto desplegable atrajo mi mirada y mi deseo: en ella se veía un edificio precioso de madera y una playa estupenda.

Casi convencido por aquella imagen idílica y marina, comprobé otros datos como el clima, la gastronomía, las comunicaciones ferroviarias o el número de habitantes, escogí Vilagarcía como mi primer destino y enseguida me concedieron el Instituto de Formación Profesional de Fontecarmoa.

Así que, llegado septiembre, cogí el TER Ruta de la Plata desde Cáceres a Zamora, donde monté en el expreso Rías Baixas hasta Vigo, allí pillé un ferrobús a Vilagarcía y 22 horas después de salir de casa, llegué a Vilagarcía dispuesto a tomar posesión de mi plaza. El viaje había sido duro, pero sería compensado, pensaba yo, por la belleza antológica de aquella playa tropical seleccionada entre las Maravillas de España.

Así que fui al instituto, donde me recibieron como a un espécimen inexplicable pues no entendían que un tipo de Cáceres, sin ninguna relación con Galicia, hubiera escogido Vilagarcía pudiendo elegir plaza en su propia tierra o en alguna capital de provincia del interior de España. Cuando, intrigados, se interesaron por mi elección, les aclaré que me gustaban el mar y el marisco y me había convencido la estupenda playa de la ciudad. No olvidaré la cara de extrañeza que pusieron Elías Lamelas, el director, y Manuel Alonso, el secretario, cuando les confesé mis razones. Entendí tanta incomprensión unas horas después, cuando, tras comer en el Carballinés el mejor filete de ternera que había probado en mi vida, fui a conocer, por fin, la maravillosa playa, que creí dividida en dos pues el viandante al que pedí orientación me preguntó si iba a la de A Concha o a la de Compostela. Yo le respondí que a la más grande y el caballero me dejó perplejo: «Bueno, grandes lo que se dice grandes…».

Con algo de mosqueo, seguí sus indicaciones y, por fin, descubrí la playa de Vilagarcía, entendí que los redactores de Maravillas de España me habían engañado con una foto de los años 50 en un libro editado en 1981 y comprobé que la playa de Vilagarcía, literalmente, no existía. Es verdad que llegué a aquel minúsculo arenal en temporada de mareas vivas y con la pleamar, pero qué sabía uno de Cáceres sobre si las mareas vivían o morían o si la pleamar y la bajamar podían hacer desaparecer o reaparecer una playa.

Me consolé con los demás encantos de la ciudad y enseguida me sumé al anhelo y a la nostalgia de una ciudadanía que, por un lado, evocaba los tiempos en que la playa de Vilagarcía tenía su gracia y, por otro, clamaba por la regeneración de su arenal. Y así, evocando y clamando, pasaron los años, hasta que se obró el milagro y decenas de camiones cargados de tierra convirtieron aquella línea de arena, que desaparecía al subir la marea, en una señora playa, inmensa, con vistas, bares y hasta bandera azul. Solo le faltaba algo que nunca podremos tener salvo milagro: unas olas divertidas.

Pero llegó el verano y con él, la decepción. Fuimos a bañarnos y aquella arena era insoportable, áspera, granulosa. Para más inri, descubrimos cómo la playa se convertía en una especie de huerto sin hortalizas, pero con unas malas hierbas llamadas cadillos o abrojos, que pinchan tanto los pies como las ruedas de las bicis, y, aunque tenía cierta gracia eso de fotografiar una playa verde, pues, la verdad, no era el lugar más agradable para bañarse ni pasear. Así que en estos días hemos asistido a algo insólito: ha comenzado la siega en la playa, costará medio millón de euros, eliminará 65.000 metros cuadrados de hierbajos como clavos y la playa, aunque no sea tropical ni paradisíaca, al menos dejará de parecer un prado con púas. En fin, ¡maravillas de España!